8 de junio de 2008

Soy increíblemente sensible a los sonidos, una hoja se hace crepitar a 365 kilómetros de distancia y lo escucho, el nivel que capta las ondas de la computadora como interferencia de un mensaje, resuena cada nota desciende hasta que se recepta, el sonido del viento me perturba, no puedo oír las voces. Tantos sonidos y sensaciones son un exceso que debo equilibrar, muchas veces, con mi silencio. Una diéresis sería explotar el ambiente y tranformarlo en un caos, sin más importar si mis sonatas son canciones, llantos, saludos, tortas, o pequeños seres. Mostrar los dientes, implica un gruñido, por eso es que hasta el más mínimo minimal debo acatar. Increíbles consecuencias, a pesar de mi estupendo sentido ¿cómo no escuché aquel grito de amor llamándome descaradamente? Mi silencio fue en este caso un exabrupto final y violento que no debió colmar la pregunta, callar me di cuenta no es el fin que justifica el medio, no vale ni por la cantidad de ruídos en su totalidad. Aquella alma perturbada, con mi silencio sería su paz, y mi guerra; y ahí me dio cuenta, la vida se dio cuenta... no era mi silecio una herramienta para neutralizar el entorno, sino un escudo de miedo. Profundo y conetrado miedo a qué valor podrían tener estos animalejos llamados palabras, podrían causar la risa de algunos, el placer de otros, la estupideces más grandes y las inteligencias mas promiscuas. El mundo giraba entorno a aquellos espantosos tormentos y si yo torcía el brazo sería parte de aquella llama inapagable. Eran ellas las causantes de la soledad y del miedo humano más infalible por eso decidía callar. Sería lo mejor y el día que hablara, aquella alma de casualidad me escucharía y sino...
pues no.

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Mis carnavales... (son canívales y amantes)